Caminé despacio en un intento por llegar tarde al sitio. Sabía que no había marcha atrás, pero al menos mi lentitud demoraría la melancolía del momento.

Yo disfruté su cara de emoción mientras me envolvía en una profunda tristeza. Iba lleno de sueños y planes; y aunque uno de ellos era volver, nunca volvió. Ni siquiera con mi muerte.

El abarrotado terminal me pareció siniestro. Yo estaba sumergida en una nube gris donde el único protagonista era mi hijo. Recordé su primer día de clases, tan sereno con su uniforme. «No voy a llorar, mamá»,  me dijo con los ojos llenos de lágrimas. Era la primera vez que lo dejaba en un lugar sin mi cuidado. ¿Y si le duele la barriga?, ¿y si no tiene la atención necesaria? ¡Dios, son muchos niños! Y me dije: ya, tranquila. Todo va a estar bien.

También recordé que este miedo lo sentiría toda la vida. Lo empecé a vivir cuando me enteré que estaba embarazada. Ya no quería pujar por temor a perderlo. Allí me dije que tenía que aprender a manejar mis emociones, sabía que mi vida había cambiado por completo.

Hoy, emigraría. 

Iba a cruzar tres países hasta llegar a su destino. Y yo, yo solo podía desearle suerte y llenarlo de bendiciones. «Mamá, ya no meta más gente en la maleta, si llevo a Fundamento y Prudencia tengo que dejar los pantalones», reía mientras recordaba los innumerables viajes que hicimos al campo.

Parece que fue hace tanto tiempo, pero no han pasado ni cuatro años. Cómo le gustaba ir a casa de la abuela. Para él era una regla sin discusión, terminaba las clases y al otro día lo llevaban al pueblo.

Nunca quería regresar. Por arte de magia, en la fecha de retorno no podía levantarse por el sueño. Solo conseguía un zapato. La ropa se le había perdido. La maleta extrañamente había desaparecido. Insistía que tenía que masticar 20 veces cada bocado por salud.  Y así, en vez de salir después del desayuno, nos devolvíamos casi en la cena.

Era tan pequeño, bueno los hijos siguen siendo pequeños, aún con 19 años. 

Hoy se marcharía.

Para él tomar la decisión había sido fácil. «Mamá, aquí ya no hay nada que hacer. Por más que trabaje el dinero no alcanza. No puedo estudiar ¿Y cómo sueño?» Y mientras tanto yo callaba y lo alentaba a que buscara un nuevo futuro. 

Los intentos de cambio se habían esfumado, volvíamos al letargo de la tristeza, volvíamos a vernos cuales zombies, sin planes a futuro. La incertidumbre era, es lo único cierto.

Mi mente sabía que era lo mejor. La experiencia lo haría madurar mucho más. Sabía que aprendería y que se esforzaría. 

¿Lo volvería a ver? 

Aquella pregunta fue como un puñal para mi corazón. Era un dolor tan intenso, tan visceral. Solo comprendido por una madre. Es así como los animales, como las hembras cuidan a sus cachorros, con coraje, aún a costa de su propia vida. 

Mas nunca lo vería.

Dejé grabada su cara en mi memoria. Mientras respiraba lentamente intentaba que mis ojos no se llenaran de lágrimas ni que se me quebrara la voz. No voy a permitir que me recuerde llorando. No, sacaré mi sonrisa y le diré adiós con miles de bendiciones. «Mamá, esa sonrisa parece de Mona Lisa», fue lo último que me dijo. 

El autobús tocó la corneta anunciando la salida. Mis manos se pusieron moradas de tanto aferrarme a la estructura de hierro de la viga del terminal. Sentí que mis piernas se desvanecían. Cuando vi el bus cruzar la reja ya no pude más. Me senté en el piso, cerré los ojos, tomé mi cara entre mis manos y lloré como por 10 minutos. Una mano me agarró del brazo y me levantó. Era una desconocida. Me dijo: «También se fue mi hijo, señora. Venga, lloremos juntas». 

También se fue mi hijo. 

Lo más duro de emigrar es que no sabes cuándo lo volverás a ver. No hay una fecha de referencia que pueda apaciguar tanto dolor.

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